El miércoles 14 de septiembre de 1994, la Revista Ellas del diario La Prensa de Panamá publicó una entrevista exclusiva a la madre del recién electo presidente Ernesto Pérez Balladares.
Durante la conversación entre la periodista Sofía Izquierdo y doña María Enriqueta, estuvo presente su esposo, don Ernesto, salió a relucir la historia de amor de los padres del «Toro», algunas de las costumbres de esta familia chiricana y hasta un aspecto místico que dejó en el imaginario popular la idea de que una famosa adivina de los años 40 predijo la llegada de uno de sus dos hijos al Palacio de las Garzas…
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Hace 65 años, doña María Enriqueta González Revilla vio en el Parque de David, unos zapatos largos y brillantes y unos ojos que indudablemente la miraban con un amor solo comparable al que su padre había sentido por su madre el día en que la conoció. Hoy, doña María Enriqueta acaricia la mano del padre del Presidente y dice: “fue el destino”.
Y si no fue el destino, fue el azar o quién sabe qué santo se apiadó del amor súbito que sintió el doctor Pérez Balladares, el mismo día que llegó a David, a finales de los años veinte: “Estaba hablando con mi ayudante, la vi pasar y le dije: Con ella me voy a casar. Luego pregunté: ¿quién es esa muchacha? Me dijeron: se llama María de Gracia. Averigüé dónde vivía y fui a buscarla.
“Golpee y una muchacha abrió la puerta, pero no era la misma que yo había visto pasar. Le pregunté su nombre y ella respondió: María de Gracia. Le dije: no, usted no es María de Gracia. Ella dijo de nuevo: ese es mi nombre, me llamo María de Gracia; y yo le dije no, no puede ser. Ella me tiro la puerta.
“Me fui pensando cómo iba a hacer para ver de nuevo a la muchacha que me había flechado, pues estaba comprobado que no era la misma María de Gracia que me había tirado la puerta en la cara.
“Quiso la casualidad que una hija del doctor González Revilla se enfermara esa misma tarde. Él mandó llamar al médico joven recién llegado. Fui, hice el diagnostico y luego me presentaron a toda la gente que estaba en la casa. Ahí estaba la muchacha que yo había visto pasar. Me la presentaron y confirmé que estaba flechado. Pero ella no. Esa noche me fui al parque, porque en ese tiempo a las niñas solo les permitían dar vueltas al parque”.
Entonces, ella aclara: “Me hice la importante, peri sí estaba flechada. Eran las siete de la noche y caminaba con mi prima. Vi esos zapatos largos y brillantes y esos ojos… y decidimos dar otra vuelta en el parque. Él se quedó mirándome pero yo le dije a mi prima: ¿Es a ti o a mi a quien mira? Pasamos de nuevo para comprobar y ella me dijo: es a ti… Cuatro años después nos casamos”.
El doctor Ernesto Pérez Balladares nación en Masaya, Nicaragua, en 1903. Cuando tenía 17 años fue a León, también Nicaragua, a estudiar medicina. En 1922 lo llamaron a las filas del ejército nicaragüense. “Fui soldado de la Guerra de las Galletas”. Le pusieron ese nombre porque no disparábamos un tiro. Nos daban un pocillo de café y un totoposte. Eran unas galletas tan duras que había que meterlas en el café para poder comerlas. A los ocho días de habernos llamado, nos licenciaron. Dos años más tarde, me fui a España a terminar la carrera”.
14 años después que doña María Enriqueta y don Ernesto se casaron, sucedió lo que ya nadie esperaba: Ella estaba encinta.
“Siempre quisimos tener un hijo. Fuimos a clínicas en Inglaterra, Francia, Alemania y España y nada se pudo hacer. Tal vez Dios quería que Ernestito estuviera aquí en esta época”, dice ella. “
Yo había trabajado en rayos durante la guerra… No siempre usaba el delantal de plomo; es posible que eso me produjera una esterilidad temporal”, apunta él. “Pero vivíamos tranquilos, viajábamos mucho. Habíamos decidido adoptar un par de niñas huérfanas de guerra”, ahora es ella quien habla pero él entra en la “plática”. “Un amigo nos convenció de que fuéramos a Nueva York antes de adoptar las niñas.
Era el final de la Segunda Guerra; cantidad de militares abarrotaban los restaurantes. Ella había estado sintiéndose mal y nuestros amigos le hacían bromas. Una vez le pusieron un papel sobre el plato, que decía: dieta para embarazadas. Yo les decía: me la van a volver loca. Todos estos malestares son a causa del viaje”.
Y ella: “Pero yo sabía que no era el viaje. Siempre habíamos viajado mucho, yo sabía que estaba encinta. De pronto llegó una señora que le había leído las manos a Churchill y a Roosevelt y me dijo que iba a tener dos hijos, uno de los cuales… y no les digo lo que me dijo… pero todo ha resultado”.
El excelentísimo señor Presidente, el economista brillante, el político que asegura que puede hacer realidad un gobierno de coalición a pesar de que el 70% eligió otra “oportunidad”, solo es “Ernestito” para doña María Enriqueta. Cuando él nació estaba profundamente emocionada. Imagínese. ¡Tanto tiempo esperando! Dios mío, mi vida ha sido de emociones. He oído que Dios prueba a sus mejores hijos. Yo le digo a Ernesto Viejo, ¿será que Nuestro Señor no me quiere? ¿Por qué?, me dije él. Porque no me ha probado, le respondo.
Pero sí, hemos pasado años difíciles”, dice doña María Enriqueta. Y entonces los dos cuenta, sin interrumpirse, como si las mismas imágenes les viniera al tiempo, los años que vivieron en Valencia “frente al Correo, en el quito piso”. Era 1936 y comenzaba la guerra civil española. El doctor Pérez Balladares trabajaba en el hospital y aún hoy se indigna mientras describe los muertos amontonados en el anfiteatro del hospital. “Había niños, monjas, ancianos…” Hablan de una guerra que los obligó a salir de Europa, junto con otros afortunados, a bordo de un destroyer de la armada estadounidense.
Tres años y cuatro meses después que nació Ernesto, llegó Mario. Padre y madre aseguran a dúo que sus hijos solo les han dado satisfacciones. Del Presidente recuerdan las buenas calificaciones, el traje de hilo blanco y los zapatos del primer día de escuela, la emoción de verlo hacer la primera comunión… La certeza de que él cuenta con ellos en los momentos más importantes de su vida.
Ella cuenta: “Una amiga me llamo para decirme que había llorado cuando vio en la televisión cómo nos abrazaba el día que lo designaron candidato. Fue lo primero que hizo”. Pero luego saltan a escena las inevitables historias de adolescencia. “Eran muy unidos. Aún hoy lo siguen siendo. Además de hermanos son amigos. Recuerdo que les habíamos comprado un Volkswagen para ir a la escuela. Ernesto les había advertido que si alguien le contaba que ellos andaban a más de 40 millas, se atuvieran a las consecuencias. Un día escuché que Ernesto le decía a Mario: más, dale más. Mario estaba al timón y retrocedía. Había una pilastra muy cerca de donde él estaba. Ernesto le decía: más, dale más, hasta que lo hizo estrellar con la pilastra”, dice doña Enriqueta.
“Ernesto se casó a los 21 años. A los 22 ya tenía una hija, mi primera nieta”, cuenta el doctor Pérez Balladares. “Él, Dorita y la niña vivían en Estados Unidos. Él hacía su primera maestría en Notre Dame. Viajábamos cada tres meses a verlos. En uno de esos viajes nos dijo: papá y mamá, acompáñenme a la biblioteca. En la biblioteca encontramos 20 ó 30 personas, pero no eran muchachos sino gente de más edad. Sonó un timbre y todos entramos a un salón. Nosotros nos sentamos y él agarró una tiza y empezó a hablar. Mi vieja y yo no entendíamos nada. Luego sonó un nuevo timbre y salimos. En la puerta vi una placa que decía: E.P. Balladares, Profesor asistente. ¿Sabe lo que es para un padre ver que su hijo es profesor de esa universidad?
Antes de entrar en la política, Ernesto Pérez Balladares, hijo, trabajaba en el First National City Bank. Planificaba las actividades del banco en México, Centroamérica y Panamá. Tuvo cinco ascensos en un año, una carrera meteórica para un recién ingresado. Tenía un futuro asegurado como miembro del staff internacional del banco. Justo en ese momento, los ojos del general Omar Torrijos se detuvieron en el hoy Presidente de Panamá. Pérez Balladares dudaba pero no consultaba con sus padres. “Él es bueno para los discursos, pero siempre ha sido muy callado. Aunque ahora habla un poco más”, dice doña María Enriqueta.
“Por fin un día me dijo: mamá, ya no estoy en el banco; ¡estoy en el gobierno! ¿Por qué no nos dijiste?, le pregunté. Mamá, ¡ya decidí!, me respondió. Bueno, no me queda más que rezar, fue lo que pensé. Luego vino el general Torrijos y me felicitó. Yo le dije: estábamos orgullosos de la carrera de nuestro hijo. Cuando supe que va a trabajar con el gobierno, me dio dolor de estómago. Lo van a usar y cuando no lo necesiten, lo van a botar. Solo me queda orar. El general Torrijos me respondió: No señora, no diga eso”.
Teníamos esa idea de la política. Yo me acordaba de cuando Pancho Arias perdió las elecciones. Mi hermano era partidario de él y por eso a mi me despidieron de la escuela donde trabajaba. Ni siquiera pude cobrar mi primer sueldo. Nunca fuimos políticos. Dorita, la esposa de Ernesto, dice que yo le metí en la cabeza eso de ser Presidente. Pero no, nunca le dije eso”, explica doña María Enriqueta.
No es fácil ser padre o madre de ningún político. Los ataques vienen de todos lados pero hay unos que duelen más: “A ninguna madre le pasa eso de decirle que su hijo no es hijo de ella”, dice doña María Enriqueta.
Ellos lo vieron crecer y hoy, satisfechos y sin poder ocultar la emoción, hablan de la vida cotidiana del Presidente.
– ¿Qué le gusta comer?
– Pregúntame qué no le gusta. Si le doy piedras, piedras come, dice ella.
– Un día en que lo vio muy triste.
– Cuando murió el general Torrijos, lloró. Ese hombre lo quiso mucho. Los dos se respetaban, sigue ella.
– ¿Cómo va a ser como Presidente?
Ahora es el padre quien responde:
– En este país, como en todo el mundo, nunca se queda bien con todos. Él quiere hacer un gobierno de coalición con las mejores cabezas del país. Ha escogido a los que él cree que tienen capacidades. Va a hacer lo mejor que pueda porque tiene la mejor de las voluntades.
– ¿Ha cambiado ahora que es Presidente?
– Nunca se le han subido los humos a la cabeza. Ni cuando era ministro, ni cuando trabajaba en el banco. Todas las mañanas, antes de ir al trabajo, pasa a saludarnos y a preguntarnos cómo nos sentimos, explica el doctor Pérez Balladares.
Los Pérez Balladares viven en una pequeña casa al lado de la residencia del Presidente. Él insistió en que sus padres vivieran cerca. “Antes esto era un rancho con cuatro columnas y nosotros lo acondicionamos. A mi me encanta arreglar casas, hacer los diseños, distribuir el espacio”, explica doña María Enriqueta. “Ahora que es Presidente también pasa a saludarnos. Hace poco entró, me dio un golpecito en la cabeza y me dijo: ¿qué tal vieja? Y yo le respondí: Más respeto, que soy la mamá del Presidente”.
– Y a ustedes, ¿les ha cambiado la vida?
La respuesta es un no rotundo de parte de los dos. Pero en el fondo sí lo ha hecho. A doña María Enriqueta le han aparecido muchos parientes de los que nunca antes tuvo noticia. Reciben muchas llamadas al día para pedierles desde una casa hasta un ministerio. Él se las ingenia para aclarar entre chiste y chiste que solo son los padres del Presidente y, en este caso específico, no hay mucha opción para repartir ni casa, ni ministerios, ni intermedios.
Entre tanto, a ella le sobra la amabilidad para entender el por qué de las solicitudes.
Él le dice “Reyna” y ella lo llama “Viejo”. Hace más de sesenta años se casaron. Hoy, a los recuerdos de amores súbitos y flechazos disimulados, se les junta esa paz que hasta la pasión más grande en algún momento añora.
– ¿Cuál es el secreto de un matrimonio bueno y duradero?
– Quererse y respetarse, responden sin una duda.
Cada uno da la mitad de la receta y los dos la garantizan con horas de historias y anécdotas que solo tantos años les permite contar.